volcán

volcán

domingo, 12 de marzo de 2017


En mi rincón del mundo el tiempo se detiene. La luz es distinta, filtrada entre las hojas de los árboles, y te viste la piel de destellos brillantes, fugaces, casi mágicos. Los olores de cada estación emergen del suelo, se suben por las piernas, enroscándose por tu cuerpo y mil otoños pasan a través ti con cada inhalación. Y la música es indescriptible, suena en una armonía desordenada, antigua como la Tierra, y hasta las flores cantan con el leve roce de sus pétalos. 
El suelo oscuro acuna a un manto verde suave y mullido que sostiene la vida y recibe sus frutos.

En mi rincón del mundo si cierras los ojos dejas de ser tú y te conviertes en todo: lo que fue, lo que es, lo que será.

Ahora es una autopista. El peaje cuesta 7,25€



lunes, 6 de junio de 2016

Reverberaciones




El calor apretaba ya como una mano invisible que oprime la garganta y la piscina a aquellas horas se encontraba llena de visitantes. En el aire, un murmullo constante de voces, retazos de conversaciones absurdas, risas resueltas que nacen de bien adentro, música ambiental e incesantes chapoteos.

El sol quemaba, y tendida sobre una toalla, imaginaba su cuerpo ardiendo como un cigarrillo, consumiéndose poco a poco de la cabeza a los pies, hasta transformarse en ceniza volátil. Polvo somos y en polvo nos convertimos.

Al fin se levantó y caminó hacia el borde de la piscina de agua clorificada y transparente como el cristal, a la que el sol arrancaba reflejos de cuchillo. Se zambulló sin pensarlo para escapar del peso de la gravidez y se hizo el silencio. 

Buceó y al abrir los ojos contempló desde lo profundo la refracción del mundo, su deformidad, su relativa importancia. Buceó disfrutando de ese momento de aislamiento, de soledad absoluta, liberada de la carga de la realidad en aquel momento incompartible. Buceó llenándose de aquella paz, en tanto que se iba vaciando de oxígeno.


Tal vez, al fin, había encontrado su lugar.

sábado, 4 de junio de 2016

No trespassing



A golpe de traición invadieron su morada, que halló revuelta, tras una jornada agotadora. Le dolían los hombros de soportar el peso de la propia vida y el pecho de arrastrarse en el día a día.

Entró con el corazón acelerado, sin hacer ruido y afinando al máximo el oído y el olfato, como un perro de caza. No había nadie más allí. Aparentemente no habían sustraído nada, los objetos de valor estaban en su sitio, el tocadiscos antiguo; la delicada vajilla que su abuelo había traído del Japón, envuelto en papel de periódico, en uno de sus viajes marineros; el retrato al óleo que su padre pintó de su madre, cuando aún se amaban. 

Sin embargo todas sus cartas estaban en el suelo, fuera de las bonitas cajas donde las conservaba, desperdigadas por la alfombra, extraídas bruscamente de sus sobres, desplegadas y manoseadas. Todo un mar de palabras, llegadas desde familiares lejanos, amigos ya perdidos, amistades iniciadas, que le habían regalado sólo a ella, como obsequios de tiempo que le habían dedicado, pensándole con cariño, con curiosidad, con alegría o con deseo. Letras ultrajadas por ojos prohibidos. 

No, aparentemente no habían robado nada.


lunes, 23 de mayo de 2016

Micromomentos





I  

Aspiró con toda la energía que le permitió su cuerpo, en una inhalación profunda que llenó sus pulmones de aire hasta hincharlos como globos a punto de explotar, para soplar, a continuación,  con la misma fuerza, expulsando de si todo lo que llevaba dentro. 
Y con ese simple gesto, apagó mi llama vital. 
Le gustaba la oscuridad.


II

De la mente la rebeldía, enfermó a la carne 
y el palpitar del pecho, como tambor de guerra, 
comenzó a marcar un tétrico ritmo,
 mientras los órganos rendidos 
se llenaban de bultos cancerosos.


III




Ya no había más piel recubriendo los miembros, era pura carne viva. Llagas lacerantes, rozaduras cubiertas de pus espeso, heridas abiertas todavía sangrantes, secreciones infecciosas, malolientes y repulsivas, materia dañada de arriba a abajo. Putrefacción. Hasta la más leve brisa le provocaba un gran dolor. En eso se había convertido.

viernes, 1 de mayo de 2015

Límite de tolerancia





Era una persona, pero verdaderamente eran dos.  Una misma cara, un mismo cuerpo, idéntica sonrisa. Pero bullían en su interior dos humanos incompatibles entre sí. 
Su despertador sonaba a las seis cada mañana y entonces el corazón dejaba de latir. Así lo exigía la vida en sociedad, sus obligaciones diarias y su propia necesidad de supervivencia.
Desayunaba leyendo el periódico y, tras una ducha reconfortante, subía hasta arriba la cremallera de su uniforme y cargaba su órgano pétreo hasta el trabajo.

La misma rutina, día tras día. La jornada transcurría normalmente sin demasiados altercados. Su cometido consistía en arrebatar vidas, según le ordenaban sus jefes, de acuerdo a un listado que le proporcionaban cada mañana. Cada cual tenía su método; algunos utilizaban armas de fuego, más higiénicas y rápidas en su función; otros se sentían más satisfechos haciendo uso de cuerdas o cadenas para la asfixia por ser un modo más preciso y cercano con el cliente. Pero él como más cómodo se sentía era empuñando armas blancas.
Necesitaba sentir la espesa sangre caliente corriendo por sus manos, entre sus dedos, oler, ver y palpar ese líquido vital que su propio motor había dejado de bombear.

Era una tarea que, si bien a él le resultaba repulsiva, sus colegas desempeñaban con absoluta normalidad, a menudo entre bromas, compañerismo y divertidos comentarios jocosos propios de tan exclusivo gremio. Muchas veces buscó en vano una mirada cómplice, unos ojos en los que pudiese leer el rechazo que él mismo experimentaba y que tanto necesitaba compartir, un amigo para purgarse y sobrellevar la desazón de portar un corazón de piedra que solo se recomponía por las noches. 

Como un moderno Prometeo, la luna, el aire de la noche y la luz de las estrellas restauraban cada grieta del interior de su pecho y en la soledad de su cuarto, con la piel al descubierto y frente a frente consigo mismo, los latidos regresaban a sus venas y la corriente de fluidos circulaba otra vez, cálida y agradecida bajo la carne. Entonces inhalaba y sonreía. La vida.

De vez en cuando, aunque cada vez con más frecuencia, se dirigía a un rincón de los muelles, entre restos de cadáveres provenientes del mar, ojos gelatinosos y espinas malolientes descomponiéndose bajo el sol. Allí, junto a contenedores de mercancía viejos y abandonados, vivían los olvidados, aquellos que perdieron la esperanza y dejaron que la putrefacción devorase sus sueños más íntimos, aquellos que fueron castigados y desahuciados por intentar mantener vivo hasta el último pedazo de sí,  y también aquellos otros que  optaron por no vender su alma a ningún precio.  Se sentía más cercano a este grupo, lleno de mugre, que se revolcaba sobre el cemento buscando desperdicios que llevarse a la boca, que a todos aquellos que ofrecían su corazón a cambio de la fútil recompensa de encajar en el engranaje más atroz jamás ideado.  

No sucumbir era difícil, una ardua tarea tan agotadora como nadar a contracorriente en un río de aguas furiosas, sin sentir la tentación de, simplemente, dejarse llevar. 
Por eso intercambiaban y consumían unas misteriosas pastillas blancas y alargadas con un inocente grabado en forma de corazón en su centro que aliviaban al espíritu cansado por tan penosa batalla, ofreciendo unas horas de paz y falso bienestar.  Él se había habituado a ellas. También le ayudaban en su prometeica tarea de rehacerse cada noche, de retornar a su ser, rezumante de emociones, borboteando por dentro y conectando de nuevo con lo profundo de su ser. Respetándose y amándose.

Y transcurrieron las semanas, los meses y las estaciones mientras los niños crecían, los adultos envejecían y los ancianos morían.
Y los días rojos se intercalaban a las noches blancas en un interminable y desgastante devenir de destrucción y reconstrucción. Hasta que traspasó el límite de tolerancia.

Y una noche, su cuerpo estaba tan agotado, tan dañado por esa química que en un principio parecía auxiliarle, que ni la luz de la luna llena con sus rayos azulados pudo reanimar lo que había terminado por convertirse en un quiste duro, seco, arrugado y completamente inútil. 

Y al fin, a partir de ese día, fue verdaderamente feliz.





lunes, 17 de noviembre de 2014

Memoria inmaterial



Huellas desfiguradas por el vaivén de las olas 

sobre la arena de una playa 

desierta y gris de brumas, 

que confunden la linea del cielo y el mar,

mientras resuena el eco de la voz desgarrada 

de alguna gaviota solitaria 

que atravesó la niebla, 

hace tan solo un instante.



Así son los recuerdos.


Difuminándose.

martes, 11 de noviembre de 2014

Luces y sombras




De niña, cada domingo despertaba con una presencia espantosa en mi cuarto. Era una oscuridad terrible y silenciosa que se agazapaba junto al armario y me observaba fijamente, sin ojos ni forma física, sin contorno, ni masa, mientras yo, arrebujada hasta los ojos, inmovilizada por el terror, sentía aquella presencia de tiniebla acechando mi pequeñez, y aguardaba a que mi madre viniese a mi rescate.

El domingo, sin embargo, era el día más bello de la semana. Desayunaba mientras escuchaba el campanario de la iglesia que a mis oídos sonaba como música, y contemplaba los haces de luz que se filtrabran a través de las cortinas del balcón, llenos de minúsculas partículas de polvo, imposible de atrapar con las manos de un niño. Lo mejor de todo, es que a veces, recibía el privilegio de elegir un cuento, lo que más amaba en el mundo por aquel entonces, el que yo quisiera, aunque normalmente, los más preciosos, los de tapa dura, no estaban al alcance de nuestras posibilidades, pero al final cualquiera de ellos, me hacía regresar sonriendo, sin recordar más al temible monstruo de mi habitación. Hasta el siguiente domingo.

Con el tiempo lo olvidé, pero no dejó de existir. Pasaron los años y descubrí que la presencia oscura venia conmigo, fuese a donde fuese. La llevaba adherida a mi cuerpo, como la sombra que Wendy cosió a los pies de Peter Pan.