volcán

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viernes, 31 de octubre de 2014

Encantado de conocerme




Su pene se veía minúsculo en su cuerpo obeso. El tejido adiposo incrustaba gran parte de su miembro en el pubis y, oculto bajo un prominente michelín, se asemejaba más a una bola redonda de plastilina que a un falo de hombre adulto.

Jamás habría reconocido que esto le provocaba un profundo complejo y por eso su subconsciente compensaba ese sentimiento de inferioridad, con un ego exacerbado y unos delirios de grandeza que sus allegados, por alguna egoísta razón, contemplaban divertidos, como quien observa a un gato juguetón persiguiendo su propia cola.

Esa mañana tenía resaca, se incorporó y se sentó trabajosamente al borde de la cama, esfuerzo que provocó que una sonora ventosidad escapara de su sobrecargado intestino.
El dolor de cabeza se hizo notar, apoyó los codos sobre sus rodillas y cerró los ojos para tratar de poner en orden sus pensamientos. Y mientras esperaba que se apaciguase la sensación de mareo, comenzó a rescatar recuerdos de la noche anterior.

La gente cobarde tiene miedo de mostrar cualquier síntoma de debilidad, y por eso, el ser exigente en relación con el aspecto físico de las mujeres que le atraían, era una forma efectiva para esconder su personalidad acomplejada e insegura. Poner el listón bien alto y convencerse de que las hembras más deseables estaban a su alcance, le hacía sentir mucho mejor, más atractivo y carismático. No importaba que la realidad fuese distinta mientras continuase guardando las apariencias.

Esa noche, la joven que cedió a sus deseos, miope por el alcohol, no se ajustaba en absoluto a sus requisitos, pero cierto instinto de supervivencia le dijo que tal vez no se presentaría en mucho tiempo otra oportunidad como aquella de hacer uso de su pequeño instrumento. Hubo copas, risas, bailes y por supuesto, canciones de amor de letra empalagosa y escala desafinada, que eran su más preciado don. Aprovechó un momento en el que nadie les miraba para escabullirse con ella y pronto pudieron solazarse entre las sábanas. 

Se rascó la cabeza y se puso en pié, aún desnudo y oliendo a sudor, y se situó frente al espejo contemplando su figura de carnes prematuramente fofas. Todavía sentía las piernas de la joven enroscadas en su cuerpo. 

Se habían quitado la ropa con urgencia, entre besos desmesuradamente húmedos y devoradores que ella trató de esquivar con disimulo. El deseo y la erección le entumecían el cuerpo y le nublaban la mente y necesitaba descargar cuanto antes para liberarse de aquella tensión, así que se arrojó sobre su amante en busca de esa anhelada cavidad que se ofrecía para él. La penetró con torpeza, buscando la mejor posición para encajar sus cuerpos, y a la segunda embestida eyaculó profusamente entre exclamaciones entrecortadas, mientras la joven le miraba estupefacta, planteándose si darle otra oportunidad o no. Él la miró con sonrisa boba y le dijo: "tienes suerte de gustarme tanto"

Enfundó sus deformadas piernas en unos vaqueros de marca que le quedaban un poco flojos en el trasero, tal y como rige la moda de los jóvenes, y se calzó unas botas estilo ranger sin atar, en un look estudiadamente descuidado. En la parte de arriba, una camisa un poco ajustada que dejaba entrever la grasa de sus senos y mal disimulaba la curva de su vientre, pero se sentía sexy y eso estaba bien. Demoró media hora larga en acicalarse el cabello, distribuyendo gominas y geles aquí y allá hasta lograr el peinado perfecto y se observó satisfecho. Se dedicó una sonrisa que él creyó irresistible, pero tan falsa y forzada que hasta al propio espejo le costó reproducirla; ensayó un par de guiños seductores y con una palmada de complacencia afirmó: "eres la hostia!"



martes, 28 de octubre de 2014

Tic tac



Tras un estallido cegador de dolor punzante y sin saber muy bien cómo, al fin lo tenía en mi mano, suave y cálido. La roja savia pegajosa chorreaba entre mis dedos, casi quemándome la piel. 

Un olor metálico empalagaba mi garganta.  Al principio, pareció que quisiera escabullirse y regresar a su hueco, entre el segundo y quinto espacio intercostal del lado izquierdo, pero lo sostuve con firmeza y cariño y ese temblor extraño se fue apaciguando, lentamente, casi de forma imperceptible. El vaivén rítmico de la vida se fue debilitando, y el fluir vital era cada vez más leve, como hundiéndose en un sueño oscuro y profundo.


La paz de sucumbir se hizo tangible.


Y después, el silencio. 

martes, 21 de octubre de 2014

La ventana del alma





Nació la noche más negra del año, como negras eran las ventanas de sus ojos y la sombra de su pelo.
La negrura era, en cierto modo, una herencia materna que, privada del sentido de la vista desde que ella misma había llegado al mundo, reconoció a su primogénita por el tacto de su piel, y una redondez peculiar en un lado del cráneo, sobre la oreja derecha, que aprendió a acariciar en un gesto de calma y conexión mutua.

A pesar de esto, las manos nunca fueron suficiente para la pequeña, que desde las primeras semanas de vida, buscaba ávidamente en los ojos ausentes de su madre, el espejo de su propia existencia.
Aquellos meses iniciales, mecida en los brazos que la arrullaban, envuelta en el olor familiar y en la calidez de una voz amorosa, tocaba su rostro de forma insistente, anhelando una mirada que jamás recibió.

A menudo, los primeros instantes de la vida, marcan el devenir de toda una existencia, como una huella indeleble que atravesase la piel, y en este caso la búsqueda de otros ojos sobre los suyos, se convirtió en una constante y en una sed del alma imposible de saciar.
Y de este modo, desarrolló una personalidad histriónica, escandalosamente ruidosa, con una extroversión desmedida dirigida a atraer la atención para embaucar y retener en sus redes a todo aquel ser humano que se cruzaba en su camino. Escarbaba en las miradas de los demás las emociones del momento y las hacía suyas, y así creció, viviendo las alegrías y los temores propios de la infancia, a través de otros.

Más tarde, descubrió el poder magnético de su cuerpo, que seducía de forma irremediable a otros cuerpos, otras miradas, otras vidas y otros corazones. Observaba muy de cerca el amor, el deseo, la rabia, el despecho y la pasión, y se nutría de ellos vampíricamente, rellenando de intensas emociones los vacíos de su propio ser, completando, año tras año, un intrincado puzzle que iba componiendo, pieza a pieza, con pedazos de otras almas.

Pero, con el paso de las estaciones y el peso de la rutina, el disfraz se fue ajando, y la insatisfacción comenzó ser su más ferviente compañera, pues quien construye su hogar con objetos robados, acaba viviendo en ruinas que le son ajenas.

Su personalidad se volvió taciturna y silenciosa, como una alimaña salvaje y hambrienta que acecha con sigilo pero que, demasiado debilitada para dar caza a su presa, sólo puede alimentarse de carroña y despojos.

Un día, su ausencia prolongada alarmó a la vecindad que acudió a las autoridades y a los servicios de auxilio para comprobar su estado de salud. Hubo que forzar la puerta para acceder a la vivienda, y la hallaron muerta sobre su cama, elegantemente vestida y con una leve sonrisa en el rostro. 

Junto a ella, se encontraba un hermoso cofre antiguo delicadamente decorado con tallas  y gemas engarzadas y una fina llave de plata introducida en la cerradura. Cuando abrieron la tapa, encontraron en su interior varias decenas de ojos humanos.

sábado, 18 de octubre de 2014

Polvo de estrellas





Cada vez que la vida le asestaba un golpe, un pedacito de carne se desprendía de su cuerpo.
Igual que los pétalos de una flor marchita se sueltan de la corola, así, fragmentos de su materia se separaban poco a poco de si en los momentos más complicados de su existencia.

Enfrentarse a si misma, a sus miedos y sus dudas, era siempre un proceso terriblemente difícil, una guerra interna que en ocasiones le conducía a los abismos más oscuros . Aunque exhausta, siempre sobrevivía, fortalecida y un poco más sabia, pero el precio a pagar era una prenda física, una parte de su ser.

De algún modo, durante cada tregua, las células se recomponían de nuevo, formando y puliendo a base de lágrimas y suspiros, una figura uniforme y suave pero con algunos gramos menos en cada metamorfosis.

Y así, con el paso de los años, el cuerpo iba disminuyendo hasta que la piel fue tornándose casi transparente, y los nervios, los huesos y finalmente el corazón, se deshicieron también en polvo de estrellas.

viernes, 17 de octubre de 2014

Libertad





Las aves salvajes nacieron para volar. 
Cada célula de sus cuerpos llevan impreso un mensaje de libertad que se transmite generación tras generación, desde el principio de los tiempos.
Sin embargo, el pequeño gorrión a quien con tanto esmero cuidé cuando cayó del nido, se detuvo un instante sobre mis manos abiertas, dudando tal vez de su propio corazón, antes de partir para siempre.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Matilda y Clarisa





Eran hermanas, pero no hermanas de sangre, ni de leche; tampoco se habían criado en la misma familia o bajo el mismo techo.
Crecieron en el mismo vecindario y se habían hecho hermanas una noche de verano, a los cinco años, junto a una hoguera de San Juan que ardía repleta de deseos por cumplir, malos recuerdos y sueños de futuro. Junto al calor de la llamas hicieron el juramento que habría de mantenerlas unidas de por vida, por un nudo más oscuro y apretado de lo que entonces imaginaban y, entrelazando sus dedos, pronunciaron las palabras mágicas de un conjuro inventado por ellas y para ellas. 

Después de aquello y durante años, compartieron  juegos e intercambiaron vestidos, secretos, ilusiones e incluso amores. Juntas eran la unión perfecta de un mecanismo cuyo engranaje funcionaba girando unas piezas que encajaban a la perfección, en una suerte de simbiosis parasitaria, en la que, contradictoriamente, cuanto mejor funcionaba la interacción, más se desgastaban los organismos en su existencia individual.

Clarisa tenía un don que le había sido regalado a través de varias generaciones, y al igual que su madre, su abuela y la madre de su abuela, era una gran pianista. A la edad en la que los demás niños se divierten emborronando cuartillas con torpes garabatos de colores, ella dejaba volar sus manos ágiles sobre las teclas del piano, de forma prodigiosa, despertando una gran admiración en aquellos quienes la conocían. 

Matilde, sin embargo, no tenía ninguna habilidad especial, a excepción de una gran capacidad de amar y un sentido de la lealtad que sobrepasaba cualquier lógica, y desde el primer recital público de Clarisa, le acompañó siempre siendo un soporte en la sombra en los momentos más brillantes y en los más difíciles.

Su carrera prometía ser sobresaliente y el mundo parecía girar en torno al talento musical de Clarisa. Cuando Matilde perdió a su madre en un trágico accidente, Clarisa ensayaba sin pausa para una audición que días después resultó ser un gran triunfo cuyos aplausos apoteósicos dedicó, con voz temblorosa y gesto elegantemente afectado, a su enlutada amiga que inclinaba la cabeza enjugando una lágrima, en uno de los palcos.

Cuando a Matilde le quebraron el corazón por primera vez, Clarisa saboreaba las mieles de haber sido aceptada, tras un durísimo examen, en una de las escuelas más reconocidas del mundo, y su alegría era tan arrebatadora que no había espacio para tribulaciones en muchos kilómetros a la redonda. Y Matilde sonrió con ella, ignorando una vez más a su propio corazón para acoplarse al ritmo del mecanismo que les unía, haciendo suyos los éxitos y los fracasos de su amiga. 
Y de esta forma parecía nutrirse del talento, la gracia y el carisma de Clarisa, que como una estrella a su lado, le hacía verse a si misma más radiante y valiosa, sin advertir que a veces hay estrellas que devoran y engullen a los planetas cuya órbita se aproxima demasiado a su campo gravitatorio.

Cierto día se habían reunido para pasar una agradable tarde juntas y tras disfrutar de una deliciosa porción de tarta de zanahoria, decidieron dirigirse al pequeño invernadero acristalado que la familia de Clarisa poseía en su propiedad.
El aroma de los lirios, el jazmín y las gardenias golpeaba la nariz al traspasar el umbral y los colores de las flores bajo la luz que se filtraba a través del cristal, daba una apariencia de irrealidad al ambiente.
En las distintas banquetas colocadas a modo de grada, se abarrotaban macetas con plantas florecidas, exultantes de vida y salud, que daban fe del buen hacer de los miembros de la familia en su vegetal afición. Bancos a medio construir se apilaban en el centro, con algunos tablones de madera listos para ser ensamblados, lijados y barnizados, junto a una pequeña sierra circular y un par de pinceles. 

Clarisa solo tenía intención de regar algunos tiestos y contemplar la tonalidad de las flores, así que comenzó a recoger los utensilios de carpintería que alguien, descuidadamente, había dejado por medio, y no reparó en que la sierra eléctrica seguía enchufada a la toma de corriente. La fatalidad quiso que su mano presionase de forma accidental el botón de encendido y el disco metálico, frío y plateado comenzó a girar peligrosamente, implacable y destructor.

Fue un estallido de sangre y carne y los delicados pétalos quedaron cubiertos de gotas rojas, mientras los alaridos de dolor y pánico, rebotaban en las paredes. El llanto incontrolable de Clarisa iba más allá del sufrimiento físico y Matilde, paralizada por el miedo, pudo percibir en su mirada aterrorizada la intuición de una vida rota, dividida en un antes y un después. Sueños, anhelos y esperanzas, rodaban despedazados por los suelos, en forma de pequeñas falanges pálidas amputadas de sus dedos. 

Enseguida un gran tumulto de personas se arremolinó en el invernadero entre gritos de tragedia, exclamaciones de horror y copiosas lágrimas, acudiendo con vendas, hielos, toallas y otros enseres para detener la hemorragia, que cubría de sangre las ropas de la pobre Clarisa quien palidecía cada vez más y parecía estar a punto de desvanecerse.

Cuando se llevaron a la accidentada, Matilde no pudo seguir al grupo, y permaneció allí de pie, contemplando fijamente la sangre, en medio de la quietud de las flores, bellas y ajenas al sufrimiento humano. Había en el lugar un silencio inquietante, mientras aún retumbaba en sus oídos la voz angustiada de su hermana de juramento. Bajó la vista al suelo y observó cuatro pequeños pedazos de  carne rosada,  inerte ahora, e inútil, pero que antaño habían creado magia y felicidad. Entonces una idea cruzó su cabeza. 

Se arrodilló sobre el suelo sintiendo la humedad en su ropa y agarró con sumo cuidado cada fragmento de cuerpo seccionado, colocándolos con ternura en la palma de su mano.  Y uno por uno, lenta y gozosamente, los introdujo en su boca y se los comió.