El calor apretaba ya como una mano invisible que oprime la
garganta y la piscina a aquellas horas se encontraba llena de visitantes. En el
aire, un murmullo constante de voces, retazos de conversaciones absurdas, risas
resueltas que nacen de bien adentro, música ambiental e incesantes chapoteos.
El sol quemaba, y tendida sobre una toalla, imaginaba su
cuerpo ardiendo como un cigarrillo, consumiéndose poco a poco de la cabeza a
los pies, hasta transformarse en ceniza volátil. Polvo somos y en polvo nos
convertimos.
Al fin se levantó y caminó hacia el borde de la piscina de
agua clorificada y transparente como el cristal, a la que el sol arrancaba reflejos
de cuchillo. Se zambulló sin pensarlo para escapar del peso de la gravidez y
se hizo el silencio.
Buceó y al abrir los ojos contempló desde lo profundo la
refracción del mundo, su deformidad, su relativa importancia. Buceó disfrutando
de ese momento de aislamiento, de soledad absoluta, liberada de la carga de la
realidad en aquel momento incompartible. Buceó llenándose de aquella paz, en
tanto que se iba vaciando de oxígeno.
Tal vez, al fin, había encontrado su lugar.
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