volcán

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viernes, 1 de mayo de 2015

Límite de tolerancia





Era una persona, pero verdaderamente eran dos.  Una misma cara, un mismo cuerpo, idéntica sonrisa. Pero bullían en su interior dos humanos incompatibles entre sí. 
Su despertador sonaba a las seis cada mañana y entonces el corazón dejaba de latir. Así lo exigía la vida en sociedad, sus obligaciones diarias y su propia necesidad de supervivencia.
Desayunaba leyendo el periódico y, tras una ducha reconfortante, subía hasta arriba la cremallera de su uniforme y cargaba su órgano pétreo hasta el trabajo.

La misma rutina, día tras día. La jornada transcurría normalmente sin demasiados altercados. Su cometido consistía en arrebatar vidas, según le ordenaban sus jefes, de acuerdo a un listado que le proporcionaban cada mañana. Cada cual tenía su método; algunos utilizaban armas de fuego, más higiénicas y rápidas en su función; otros se sentían más satisfechos haciendo uso de cuerdas o cadenas para la asfixia por ser un modo más preciso y cercano con el cliente. Pero él como más cómodo se sentía era empuñando armas blancas.
Necesitaba sentir la espesa sangre caliente corriendo por sus manos, entre sus dedos, oler, ver y palpar ese líquido vital que su propio motor había dejado de bombear.

Era una tarea que, si bien a él le resultaba repulsiva, sus colegas desempeñaban con absoluta normalidad, a menudo entre bromas, compañerismo y divertidos comentarios jocosos propios de tan exclusivo gremio. Muchas veces buscó en vano una mirada cómplice, unos ojos en los que pudiese leer el rechazo que él mismo experimentaba y que tanto necesitaba compartir, un amigo para purgarse y sobrellevar la desazón de portar un corazón de piedra que solo se recomponía por las noches. 

Como un moderno Prometeo, la luna, el aire de la noche y la luz de las estrellas restauraban cada grieta del interior de su pecho y en la soledad de su cuarto, con la piel al descubierto y frente a frente consigo mismo, los latidos regresaban a sus venas y la corriente de fluidos circulaba otra vez, cálida y agradecida bajo la carne. Entonces inhalaba y sonreía. La vida.

De vez en cuando, aunque cada vez con más frecuencia, se dirigía a un rincón de los muelles, entre restos de cadáveres provenientes del mar, ojos gelatinosos y espinas malolientes descomponiéndose bajo el sol. Allí, junto a contenedores de mercancía viejos y abandonados, vivían los olvidados, aquellos que perdieron la esperanza y dejaron que la putrefacción devorase sus sueños más íntimos, aquellos que fueron castigados y desahuciados por intentar mantener vivo hasta el último pedazo de sí,  y también aquellos otros que  optaron por no vender su alma a ningún precio.  Se sentía más cercano a este grupo, lleno de mugre, que se revolcaba sobre el cemento buscando desperdicios que llevarse a la boca, que a todos aquellos que ofrecían su corazón a cambio de la fútil recompensa de encajar en el engranaje más atroz jamás ideado.  

No sucumbir era difícil, una ardua tarea tan agotadora como nadar a contracorriente en un río de aguas furiosas, sin sentir la tentación de, simplemente, dejarse llevar. 
Por eso intercambiaban y consumían unas misteriosas pastillas blancas y alargadas con un inocente grabado en forma de corazón en su centro que aliviaban al espíritu cansado por tan penosa batalla, ofreciendo unas horas de paz y falso bienestar.  Él se había habituado a ellas. También le ayudaban en su prometeica tarea de rehacerse cada noche, de retornar a su ser, rezumante de emociones, borboteando por dentro y conectando de nuevo con lo profundo de su ser. Respetándose y amándose.

Y transcurrieron las semanas, los meses y las estaciones mientras los niños crecían, los adultos envejecían y los ancianos morían.
Y los días rojos se intercalaban a las noches blancas en un interminable y desgastante devenir de destrucción y reconstrucción. Hasta que traspasó el límite de tolerancia.

Y una noche, su cuerpo estaba tan agotado, tan dañado por esa química que en un principio parecía auxiliarle, que ni la luz de la luna llena con sus rayos azulados pudo reanimar lo que había terminado por convertirse en un quiste duro, seco, arrugado y completamente inútil. 

Y al fin, a partir de ese día, fue verdaderamente feliz.